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Elogio de lo Mecánico


Parece evidente que el hombre es un animal que usa herramientas. No es el único animal que las usa, pues otros,
considerados por él mismo más primitivos, también
lo hacen, y por cierto no sin una clara dosis de elegancia. Pero
dejando a un lado esas diferencias de nivel, lo que si parece claro es
que existe otra gran diferencia, y es que –para bien o para mal– el
hombre es un animal que ama las herramientas. Si asumimos esa realidad,
todo puede llegar a entenderse, y hasta resulta probable que podamos
encontrar justificación en comportamientos que de otra forma,
podrían rayar en lo ridículo.

L
a mayor parte de las máquinas inventadas por el hombre sirven
para algo, aunque no sea más que para entretener, que no es
poco, pero uno de los factores que me parece más curioso es que
al hombre llegue a fascinarle el cómo funciona esa
máquina, el funcionamiento de su mecanismo, independientemente
de que realice su función de forma más o menos eficiente.

C
omo hasta hace no mucho, la mayor parte de las máquinas o herramientas (es una cuestión de complejidad, de numero de
piezas…) no incorporaban componentes electrónicos, esas nuevas
partes que funcionan en silencio casi absoluto y en ausencia de
movimiento visible, quizá no nos habíamos dado cuenta de
lo importante que es, para mantener ese casi atávico placer de
usar las máquinas, el que sean, al menos en gran parte,
¡puramente mecánicas!

La cámara fotográfica
Resulta difícil imaginar una máquina más interesante que la “cámara fotográfica”: un aparato,
herramienta, o máquina, que incorpora, además de las
habituales en otros artefactos, nada menos que… ¡partes
funcionales transparentes! No es de extrañar que las pasiones
que pueden despertar las cámaras rivalicen con las que pueden
despertar los vehículos a motor e incluso –en determinadas
circunstancias– el sexo.

Si tomamos como ejemplo uno de los tipos más populares de
cámara, la denominada “réflex monocular”, nos encontramos
ante un aparato compuesto, según modelos, por entre 650 y 1500
piezas, la mayor parte de ellas de carácter mecánico.
Podríamos decir que, piezas que se interrelacionan en
movimiento: engranajes, piñones, palancas, levas,
excéntricas, pasadores, pistones, volantes de inercia, muelles,
flejes, tambores, tirantes, limitadores, cortinillas, laminillas…
Es como para hacer que un amante de la mecánica comience a
soñar…

Una cierta traición
Y sin embargo, una tendencia preocupante se inició hace tiempo,
y es la de sustituir piezas de elegantes y funcionales formas,
realizadas en nobles metales, tales como el acero, bronce, latón
o aluminio, por fríos y externamente inertes componentes
electrónicos, depositados capa a capa sobre un plano soporte de
silicio. Todo ello, supuestamente, en aras de “mejores” prestaciones,
pero en realidad, para abaratar costes de producción, y ello a
costa de algo grave, muy grave, que no es sino encerrar en esos
caparazones de silicio, arsénico, tantalio, galio y plástico, el conocimiento, la posibilidad de con una simple apreciación visual, entender el cómo y el porqué
del funcionamiento de ese conjunto de componentes. Donde antes, el
observador y experto mecánico –aún sin conocimiento
previo del aparato ante sus ojos– era capaz de seguir el juego de
las levas, la alineación de los engranajes en su
transmisión, de abarcar con la mirada la lógica de un
diseño quizá ajeno, pero nunca hermético,

hasta
comprender la causa de su posible fallo, la necesidad de limpieza,
ajuste y lubricación, ahora lo único que se abre a su
mirada es un laberinto de planas cañerías que sólo
abriría sus secretos a los poseedores de las claves
electrónicas intencionadamente ocultas por sus creadores. Para
la mayoría de esas partes multicomponentes no existe
reparación posible pues, ¿cómo podríamos
volver a pintar los minúsculos trazos internos que se encargan
de conducir, desviar y retener los electrones que hacen que cumplan sus
más o menos caprichosas funciones? Y lo peor de todo, es que
tampoco podremos, llegado el caso, construirlos, mecanizarlos a partir
de la materia prima, con el sabio control del torno o la fresa, como
podríamos hacer con la inmensa mayoría de los componentes
de una cámara mecánica. Y es que de lo que estamos
hablando es de las modernas cámaras de control
electrónico, frente a las clásicas cámaras de
control mecánico. Parece que tanto los diseñadores como
los usuarios se olvidan de que –por el momento– existen dos
únicos mecanismos capaces de controlar el flujo de esos
convenientes “cuantos de luz” hacia la película o soporte
sensible: el obturador y el diafragma. Y para realizar ese control
–finalmente mecánico– no hacen falta tantos “modos” de
exposición como ofrecen los enloquecedores aparatos
electrónicos a la moda. Pero el peor pecado es el habernos
privado del sonido de la mecánica fina. Eso no podemos
perdonarlo, aunque se han cometido, con posterioridad,
pecados aún peores…

El sonido y el
pálpito de lo
mecánico

Cuando pulsamos el disparador de una cámara de control
mecánico, desencadenamos una cascada de acontecimientos
ordenados que se traduce en un sonido, que es música para un
animal amante de las herramientas.
El espejo de una cámara
réflex monocular sube a gran velocidad y es acogido por un ajustado
pistón neumático o un paciente y sosegado volante de
inercia, delicados pestillos liberan la fuerza de elegantes y
brillantes muelles que abrazan finos tambores, momento en el que
resistentes, flexibles, ligeras y finamente guiadas cortinillas,
emprenden raudas e imposibles carreras una en pos de la otra, para
ser frenadas y recogidas, casi amorosamente… y ser finalmente
reconducidas ordenadamente a su posición original a
través de una cascada de engranajes que transmiten al pulpejo de
nuestro dedo la precisión de su ajuste y la suavidad que se
deriva de la sinterización de los metales. Las modernas
cámaras electrónicas y otros artefactos similares, nos
privan, con sus partes de plástico, sus motores
eléctricos y sus componentes electrónicos, del placer del
sonido de lo puramente mecánico. Nos privan no ya de la
posibilidad de arreglo futuro que las mantenga en funcionamiento para
poderlas transmitir de generación en generación, sino
también del gozo de intuir esa maravilla del ciclo
mecánico de su funcionamiento. Y buena prueba de esa
atávica necesidad de oír, sentir, imaginar lo
mecánico, es que los diseñadores de artilugios
electrónicos, llevados por el sentimiento de culpabilidad de ser
causa de semejante privación, se han atrevido a introducir, en
la construcción de algunos de sus aparatos, el dotar a sus
funciones de torpes sonidos sintetizados que tratan de emular el
paraíso perdido del sonido de lo mecánico.

Valentin Sama

Visor-telémetro optomecánico de una Leica M

Nota: Aunque este comentario fue escrito hace ya
algún tiempo, no parece mal momento para reeditarlo. Los que ya
lo hubiesen leído, deben excusarme.
Publicado anteriormente en:Universo Fotográfico y FV


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